Columna Diario de Campo

Que viene el Lobo….   Luis Miguel Rionda (*)   Inicio el año agradeciendo a mis módicos lectores por el acompañamiento semanal en este espacio, con motivo de mis cavilaciones y opiniones sobre una diversidad de temas que impone la cotidianidad. Sólo he estado ocasionalmente ausente en consecuencia a vacaciones, necesidades de la salud o imponderables de la chamba. En las 52 semanas que contiene el año, este pasado 2023 pude publicar 47 colaboraciones. Desde que comencé a padecer el vicio de la escritura periódica y contumaz en 1981, he acumulado mil 58 artículos con muy diversas tramas, alcances y calidad elaborativa. Aunque con algunas largas interrupciones por imposición de la prudencia laboral, estoy contento de mantener una presencia en la opinión regional por 43 años. A ver si logro el medio siglo. El año que inicia se anuncia complejo y difícil. Nunca como ahora –al menos en mi periodo de vida— nuestro país se ha ubicado en una tan grave encrucijada sobre su futuro. Las elecciones generales del 2 de julio marcarán el momento culmen de una toma de decisión fundamental, pues no sólo se renovarán autoridades y representantes, sino que se optará entre dos modelos de desarrollo político y social divergentes: primero, con el retorno al esquema del nacionalismo revolucionario, aislacionista, tradicionalista y de discurso populista –muy aplaudido en tiempos de desesperanza—, versus el segundo, con la vía inaugurada hace tres décadas tanto por la socialdemocracia como por la democracia cristiana, que ha abierto al país a los vendavales de la globalización, la competencia y la convivencia democrática. Una reacción a las secuelas de la “docena trágica” del populismo. En términos simples podríamos afirmar que se trata de una lucha entre las ideologías del siglo XX —bipolares, radicales, nacionalistas— y las nuevas tendencias del siglo XXI, más abiertas a la globalización, la integración y la libre competencia en todos los ámbitos. No es sencillo optar entre ambos extremos, pues hay argumentos sólidos en favor de uno y otro. También hay que reconocer que el segundo modelo, apodado equívocamente como “neoliberal”, acumuló mucho desprestigio producto del cansancio social ante una oferta política que siempre representó sacrificio y resultados de largo plazo. Esto colmó la paciencia de los sectores vulnerados del conjunto nacional, que optaron por un golpe de timón en 2018. Pero, tras seis años del “retorno de los brujos” del populismo setentero, el clima político ha cambiado sustancialmente. Hay un desengaño evidente con una gestión federal que ha dilapidado las riquezas públicas nacionales en la construcción de nuevas pirámides en celebración del ego del mesías-faraón. Monumentos al dispendio, producto de los sueños exaltados de un personaje con opinión de todo y sapiencia de nada. Por eso afirmo que los sacrificios de tres décadas están a punto de botarse al cesto de lo malogrado, todo por atender a los prejuicios del nuevo sacerdote de Huitzilopochtli. Los ciudadanos conscientes tendremos muchos motivos para mantenernos al alba durante estos escasos cinco meses previos a la jornada comicial que definirá el rumbo en las próximas décadas. Habrá que desgañitarse la laringe, a la manera de las tres ocasiones de León Felipe: ¡eh! ¡que viene el lobo! ¡que viene el lobo!… ¡que viene el lobo!         (*) Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus Le

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Columna Diario de Campo

Doscientos Años Luis Miguel Rionda (*)   Estamos en periodo de conmemoraciones bicentenarias en México y en Guanajuato. Es un buen momento para estimular la reflexión sobre los dos últimos siglos de transformaciones en ambas entidades políticas, una de alcance nacional y la otra regional. Hace doscientos años cayó el efímero primer imperio mexicano, ese que encabezó el moreliano libertador Agustín de Iturbide. Luego de gobernar por escasos diez meses, abdicó el 19 de marzo de 1823 e inició la tradición de los políticos mexicanos de exiliarse en el ostracismo dorado de Europa. La rebelión republicana del Plan de Casa Mata, liderada por el ambicioso joven Antonio López de Santa Anna (padre del populismo mesiánico), fue el movimiento que le obligó a renunciar. Lo hizo sin oponer resistencia violenta; todo lo contrario: puso los cimientos del nuevo orden al acordar la restauración del Congreso nacional, mismo que le exigió su abdicación, y posteriormente emitiría una abusiva ley ad hominem, que ordenó su ejecución. El naciente México optó así por darse un orden político republicano, en lugar del monárquico que se había prescrito en el fundacional Plan de Iguala de 1821. Para formalizarlo se instaló un congreso constituyente el 5 de noviembre de 1823, que se encargó de canalizar los intensos debates entre centralistas y federalistas, hasta promulgar la constitución federal casi un año después, el 4 de octubre de 1824. Se optó por el modelo norteamericano (Constitución de Filadelfia, 1787), antes que por el europeo (Constitución de Cádiz, 1812). Todavía debatimos si fue un acierto o un error. En la antigua Nueva España, en 1786, se había constituido por orden del rey Carlos III el régimen de intendencias. El territorio virreinal fue dividido entre doce de ellas, incluyendo la de Guanajuato. Por eso fue muy natural que se convirtiera en 1824 en uno de los diecinueve estados federados, a los que se sumaban cuatro territorios y el caso especial de Tlaxcala. Así lo ordenó el artículo 5º de la nueva constitución. Por cierto, también definió en su artículo 3º que “la religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana” (https://t.ly/6dIwE). En consecuencia, en Guanajuato se instaló el 25 de marzo de 1824 el primer congreso constituyente, que se encargaría de la redacción de la primera carta magna de la entidad, que finalmente fue promulgada el 14 de abril de 1826 (https://t.ly/9Wvl6). La firmó José María Esquivel y Salvago, diputado presidente, y la publicó el primer gobernador de la entidad, Carlos Montes de Oca, electo dos años antes. El artículo 4º enumeró los diecisiete municipios que lo conformaron. El nacimiento de México como república federal, y de Guanajuato como entidad soberana, no se dio de manera serena o afable. Muchos temas seguían sin una solución clara, y con demasiada frecuencia se optó por las armas antes que por la política. Pero sin duda hay que reconocer que el constitucionalismo siempre ha sido una herramienta civilizatoria que, si es respetada, conduce a la armonía social y al desarrollo. Una lección que conviene recordar hoy día, a doscientos años, cuando desde el poder se amenaza el orden legal.       (*) Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus León    

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